miércoles, 3 de diciembre de 2008

De "La Rosa melancólica y el Filósofo esclerante"

Pequeña lágrima
Alguna vez me contaron una historia sobre una flor, hace tiempo, cuando no tenía otra cosa en la cabeza más que a mí mismo. Tú me la contaste, aun lo recuerdo y creo que ya no la podré olvidar porque cargaré con ella siempre. Además porque es la historia más bellamente contada para mí, pues es original; es la primera historia en la que una niña se equipara a sí misma con una flor.
Según recuerdo, la historia trataba de cómo debía ser cuidada esta flor: de cómo debían acariciarse sus pétalos, de cómo debía regarse y de qué pasaría si no se tienen estos cuidados.
Aun lo recuerdo, debía sacarse al sol en las mañanas con un dulce beso en la mejilla, al mediodía se regaría con agua fresca y una tierna y coqueta mirada de amistad, y en la noche, se debía resguardar del frío con un cariñoso abrazo. ¿Difícil? Una flor realmente esplendida, hasta que el destino me encargó cuidarla.
En lugar de besarla, consentirla y abrazarla, la rodeé de una cúpula de cristal. Deje de escucharla, ya no la sentía como lo hiciera antes, dejé que las cosas siguieran así, no me preocupé, y pensé que así íbamos a ser felices. Pensé que la cúpula la protegería del frío pero no lo hizo, por el contrario, el frio congeló el cristal, y el frío poco a poco llegó hasta el tallo, y se congeló, y luego poco pude hacer para descongelarla.
A pesar de todo, la flor nunca dejó de ser espléndida, y por eso nunca noté lo que le pasaba dentro de esa cúpula. Claro, hasta que apareció la primera espina.
Solo la Luna, solitaria y pensativa sabe cuánto he buscado el resplandor de aquella flor. Aquí y allí, en arbustos, en cardos, en bosques y en desiertos. Me acercaba a todo cuanto tenía espinas para recordar en mis dedos la primera herida que me causé al tomarte. Aun me engaño, porque creo que la encuentro entre las enredaderas, pero no son más que flores simples, insípidas, que son más espinas que flor.
Sé que la flor sigue en algún lugar, y sé que solo tengo derecho a observarla, ya no debo ni rozarla, ni soñar con ella, ni esperar a la mañana junto a ella para ver cómo abre sus pétalos.
No tengo derecho a amarla, aunque fuera eso lo único que yo quisiera. No tengo derecho a pincharme con su espina de nuevo, y no es porque ella no quiera (creo… espero) sino por haber sido yo mismo quien puso esa barrera de cristal entre los dos.
Ahora me siento como la personificación de lo irreparable. Y ella allí, como siempre espléndida. Y yo aquí, como nunca, solo y abatido.

No hay comentarios: